Nunca imaginé que lo que imaginé sobre una conversación, imposible, onírica, de textura pastosa como en los sueños, fuese posible, tangible y visible, y sólo pastosa para mí. Nunca pude imaginar que lo que imaginé apareciese ante mis ojos en una fresca mañana de septiembre, cuando el tiempo vino a verme: entre parterres de luz mediterránea y castellana, prístina y nada pastosa, en los jardines de Cecilio Rodríguez.
Ambos aparecieron ante mí (pero ellos no lo sabían) tal y como los imaginé: uno casi frente a otro, en ángulo, para dirigir, cuando fuese necesario, la mirada al horizonte de la memoria; Javier, con un pantalón cómodo, formal, oscuro, injusto con su estatura, las manos en los bolsillos; el gesto, grave, moviendo los labios en una frase rápida de ceño fruncido, que, sin embargo, precedía a un cambio súbito a una mirada límpida, como de concilio y entendimiento; el que cabía esperar en él.
Parapetado, como en mi propio sueño, tras una retama frondosa, no podía oírlos: un avión lejano, las urracas vecinas y el aspersor me robaron las palabras que tampoco oía en mis sueños.
Llegó por fin el momento que el lector insatisfecho no podía esperar: no era posible que dos almas entre todas las almas, como éstas, volasen sin cruzarse: hablaba ahora Juan Manuel, de Prada. Grande, el rostro con media sonrisa bonachona y herida, de pillado en falta (aunque fuera él quien quiso y buscara la conversación), a punto de brillar en cualquier momento; las manos, por imitación, también en los bolsillos, sacada a paseo casi todo el tiempo la izquierda, para recorrer con sus manos fecundas el horizonte de la memoria, rellenando el aire con palabras de bonhomía.
Se fueron el avión y las urracas; calló el aspersor, y la brisa limpia entre las acículas de los pinos subió el volumen de las voces: terminaba Javier su frase y, casi interrumpiendo, con circunloquios y cambios de tono, llegó lenta, humilde, certera, la petición de perdón de Juan Manuel, ante la que Javier se apresuró con un amable y rápido “no, hombre, no”, con esa dicción clara, en cuyos carrillos parecía siempre esconder unos caramelos eternos. Para salvar el tono, y mientras volvían las urracas, otro avión, y de nuevo el aspersor, las voces de ambos se entrelazaron en frases proyectadas, y ascensión de carcajadas.
No esperaba abrazo. Y no llegó. Como tampoco esperaba lo que sí llego: un toque de la mano de Javier en la enorme espalda de Juan Manuel, como a un hermano menor, o un hijo pródigo, o un hermano pródigo. Tampoco esperaba verlos alejarse, en dirección a la terraza del café, para hablar de todo el cine del mundo, y de algún libro, y sólo fruncir los ceños para sabrosos desacuerdos. Y soslayar el paso del tiempo en Venecia, como en los sueños.
Nunca imaginé que yo espiara a Javier, bailando, como el espió, escribiendo, a quien espiaba, sin escribir, mirando, a quien bailaba.
Fue unos años antes. Con el telescopio que me regaló mi mujer, y por su ventana abierta, a varias casas centenarias de distancia, miraba yo, primero su telescopio ballenero. Me gustaba verlo. La sensación de extraño bucle y diálogo entre ambos aparatos, separados por tan sólo cincuenta metros, pero por muchos más años, me sorprendía. Mi telescopio preguntaba a aquél por los oleajes, por los recuerdos trazados con salitre y tinta, las voces, los siglos.
Cuando empecé mi perversión de pingüino cotilla, sólo aparecía una mujer agradable limpiando la casa. Un día tras otro. Y por la ventana salía una atmósfera de libros, paz, y mar. Ambos telescopios empezaron a conocerse y saber todo el uno del otro.
Pasaron dos semanas. La figura borrosa se cruzó entre ambos telescopios. Aparté mi mirada del visor. Cogí los prismáticos para dejar en paz a los telescopios en su óptica. Nunca pude imaginarme que estaba espiando a Javier Marías.
Nervioso, cogí y recogí mi telescopio. Cerré la ventana. Calculé la posición del sol para no ser descubierto. Ahí estaba. Puso música. Encendió el cigarro. Y se sentó ante la máquina. Abrí mi ventana. Y a la atmósfera de mar y libros, se unió, creo, Debussy.
Nunca pude imaginar que yo espiaría el argumento de una obra de Marías: apagaba mis luces por la noche. Volvía rápido de mis quehaceres. Y montaba guardia con alguna infusión, mi propia música, unos libros suyos, y alguno de Becker. Mi cámara réflex me preguntaba: sí o no. No, dije.
Con la ventana cerrada, pero sin cortinas, sin persianas, Javier se movía entre libros bailando con desenvoltura y expresión feliz. Con pasos diferentes cada noche, me entretenía en contrastarlas con sus últimas columnas y enlazarlas con sus cuentos y novelas.
Supe después quién era Carme. Me sentí feliz por imaginar feliz a Javier y a Carme navegando con su telescopio entre las tempestades.
Bajé mi persiana, y volví al fantasma de la Literatura con Literatura y fantasma. Nunca pude imaginar que dos días después, desde mi telescopio, viera a Arturo bajar con el telescopio por la escalera y salir con él a la calle, sin una sola arma blanca.
Nunca podré imaginar, sobre ese aparato, de destino concreto, quién lo concibió, lo creó, lo tuvo, los sostuvo, lo usó, lo cuidó, lo cogió, lo guardó, lo entregó, lo recogió, lo volvió a entregar, para terminar en manos de quienes aman el mar y sus letras hechas de tiempo y salitre.
Cuando nos reunimos todos la biblioteca de Arturo, ingenuo de mí, pude imaginar, pero no fue así, que se me quedarían preguntas, lecciones, sentimientos en el tintero, como al telescopio cetáceos, vientos, tempestades y felices amaneceres de bailes despreocupados.